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sábado, 25 de febrero de 2012

El Mausoleo de Halicarnaso

Reconstrucción del Mausoleo de Halicarnaso

La palabra mausoleo, que en la actualidad se refiere a un sepulcro monumental, tiene su origen en una de las siete maravillas del mundo antiguo, la tumba de Mausolo (377-353 a.C), rey de Caria, una colonia griega de Asia Menor. 
El edificio se comenzó cuando Mausolo aún vivía, y fue terminado después de su muerte por su esposa Artemisa. Según la leyenda, Artemisa bebió las cenizas del marido mezcladas con vino para convertirse en sepulcro viviente de sus restos. El monumento de mármol construido en su memoria era de una grandiosidad sin igual, en la que intervinieron los mejores artistas de la época; Pilteo, Bryaxis, Leochares, Scopas y Timotheus. 
El edificio estaba adornado con numerosas estatuas de mármol que representaban caballos y hombres tallados de forma muy realista, destacando el hecho de que ninguna de las esculturas estuviera dedicada a los dioses de Grecia. Un techo en forma de pirámide escalonada de siete metros de altura, sobre la que se había colocado una estatua de Mausolo, coronaba el cuerpo principal de la tumba, una estructura rectangular que sostenía unas columnas dóricas. 
Las reconstrucciones del Mausoleo, desaparecido hace mucho tiempo, se basan -además de en los resultados de las excavaciones in situ- en una detallada descripción contenida en la Historia Natural de Plinio. La idea de levantar un monumento sepulcral al soberano no era en sí nada nuevo, basta con recordar las pirámides egipcias. Un nivel parecido de autocelebración habría sido inconcebible en Atenas, una democracia que no daba lugar a la exaltación de la gesta de individuos específicos. El Mausoleo de Halicarnaso anuncia, sin embargo, los cambios que debieran tener lugar en la cultura griega con la subida al poder de Alejandro Magno (336 a.C), y es un ejemplo elocuente de esa grandiosidad y fasto ostentoso en los que Platón veía la típica expresión del sistema monárquico.
En el siglo XIII un terremoto derribó la parte superior del monumento y sus restos fueron utilizados por los caballeros de Rodas para construir el castillo de Bodrum.
Actualmente, aunque en el lugar no queda casi nada, recibe muchas visitas.

martes, 21 de febrero de 2012

El mayor acertijo de la historia del arte (II): La última cena

Como de suposiciones e hipótesis va la cosa, os dejo con una más sobre esta fabulosa obra. 
Esta hipótesis fue formulada hace veinte años por el doctor italiano Renzo Mantero, una autoridad mundial en operaciones de manos. Este cirujano, que ha dado nombre a dieciocho instrumentos quirúrgicos y a quince técnicas de intervención, dedujo que el secreto se escondía en la disposición de las manos de los Doce.
Mantero sabía bien que Leonardo fue muy amigo de Franchino Gafurio, compositor y director del coro de la catedral de Milán en la época en la que pintó su Cena. Incluso pudo haberlo usado como modelo para el Retrato de músico que hoy se conserva en la Pinacoteca Ambrosiana de Milán. Pues bien, en su Theorica musicae, Gafurio describe cómo usar las manos como sistema de notación musical...y si se aplica esa técnica a las que aparecen en el Cenacolo, el resultado es una composición que podría llegar a interpretarse. ¿Era ése, entonces, el secreto? ¿Compuso Leonardo una Última Cena, además de pintarla?
Aun a riesgo de pecar de ingenuo, yo no lo creo. El acertijo es otro.

domingo, 12 de febrero de 2012

El mayor acertijo de la historia del arte (I): La Última Cena.



Da Vinci convirtió su mural en el acertijo más grande de la historia del arte: invitó a quien lo contemplara a sumarse a la inquietud de los Doce tras recibir el anuncio de Jesús de que “uno de  vosotros me traicionará” (Juan 13,21). De hecho, Leonardo ha empujado a generaciones enteras a buscar a ese traidor, sembrando su obra de curiosas trampas. Por ejemplo, ninguno de sus personajes luce halo de santidad. En otras Últimas Cenas, una fórmula sencilla para encontrar al renegado era localizar al único varón sin aureola sentado a la mesa. Pero en la de Leonardo, ese truco no vale. Da Vinci tampoco sentó a Judas Iscariote en un extremo de la mesa, ni lo subrayó pintándolo más feo que a los demás. Los visitantes de la obra maestra deben recurrir a otras estrategias para hallarlo, uno de los primeros en cruzar el claustro de los Muertos de Santa Maria delle Grazie y en someterse a semejante prueba fue el escritor y poeta alemán Goethe. En su “Teoría de los colores” Goethe utilizó el Cenacolo como metáfora para explicar el misterio de la luz. Quería rebatir las tesis de Isaac Newton utilizando para ello a Leonardo. Y es que, mientras que para el físico inglés los colores no existen como tales, sino que se forman en nuestros ojos dependiendo de la longitud de onda de la luz que recibimos, para Goethe eran algo externo, real, que derivaban nada menos que de la eterna lucha de la luz y las tinieblas. Un fenómeno casi místico, espiritual, que en "La Última Cena" estaba admirablemente representado en la división de la escena en una mitad luminosa y otra en penumbras.
Josephin Péladan, escritor y dramaturgo parisino, traductor al francés del “Tratado de la pintura”, llegó a la conclusión de que Leonardo manejó cierta “ciencia de las imágenes”, un saber capaz de convertir a una mera pintura en un objeto hipnótico, mágico, lleno de sabiduría. Algo, en definitiva, muy superior a cualquier poema o composición musical.
Nicola Sementovski-Kurilo y el profesor de la Academia de Bellas Artes de Roma Franco Berdini, teniendo en cuenta las obras de Ptolomeo, Igino e Hiparco que Leonardo leyó, llegaron a interesantes conclusiones. Para ellos, la Cena fue concebida como un modelo a escala del universo. En él Jesús, como figura central, encarnaba al Sol, y los Doce a cada una de las constelaciones del zodiaco. Visto así, la curiosa distribución de los discípulos en cuatro grupos de tres, era coherente con la división de los signos astrológicos asociados a los cuatro elementos de la Naturaleza (agua, tierra, aire y fuego). Para Sementovski, “Leonardo terminó por representar así la comunión entre lo divino y lo humano que, por otra parte, constituye la esencia misma del cristianismo.
Pero el profesor Berdini llevó esa idea aún más lejos. Estaba seguro de que para pintar a cada uno de los Doce, Leonardo se inspiró en la descripción del zodiaco que Hiparco incluyó en el siglo II a.J.C. en su hoy perdido catálogo estelar. Al inventor griego de la trigonometría y director de la Biblioteca de Alejandría se le atribuyen, además, muchos de los detalles gráficos que se asocian a los signos astrológicos. Así, cuando Leonardo pinta en el extremo derecho de la mesa a Simón, lo asemeja al signo de Aries dotándolo de una barba caprina propia del animal que lo representa. Judas Tadeo, a su lado, encarna al signo de Tauro, por eso lo muestra como a un morlaco a punto de embestir. Mateo es Géminis, la comunicación; eso explica sus gestos con los brazos, invitando al diálogo, que es el rasgo más distintivo de este signo. El siguiente grupo de tres comienza con Felipe, que se lleva las manos al pecho como si fueran las tenazas de un cangrejo; Cáncer. O Santiago el Mayor, que con sus brazos extendidos representa al signo más expansivo del zodiaco, Leo. Tras él se ve la cabeza de Tomás, el incrédulo, que alza su dedo al cielo tal y como el signo de Virgo lo hace en "Immagini del globo terrestre" del buen amigo de Leonardo, Durero.
El profesor Berdini extiende sus deducciones al resto de discípulos: Juan, el afeminado discípulo que cruza sus manos junto al Mesías, inclina su cabeza como el plato de la balanza de Libra. Judas, el traidor, se revuelve sobre sí mismo como lo haría un escorpión. Y Pedro, hombre de temperamento caliente, extiende un brazo sobre el cuello de Juan como lo haría el jinete de Sagitario con su arco. Más psicológica es la atribución de Andrés a Capricornio; el carácter cerrado, distante, del signo encuentra su reflejo en el modo en el que pone por delante sus manos abiertas. La sociabilidad de Acuario encuentra, según Berdini, su reflejo en Santiago el Menor que trata de apaciguar con su mano la cólera de Pedro. Y finalmente, Bartolomé esconde al signo de Piscis en la capa anudada que lo rodea, y que nos remite a la cuerda que une a los dos peces de ese signo, según la representación de Hiparco.