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martes, 13 de marzo de 2012

Francisco de Goya

Activo en la corte de España,  Francisco de Goya era el más cotizado de los retratistas de Madrid. Una grave enfermedad (1792), los contactos con los círculos liberales y la invasión francesa (1808) causaron en él un cambio radical tanto a nivel estilístico como en el modo de concebir el papel del artista. En dos notabilísimas pinturas (La carga de los mamelucos y El 3 de mayo de 1808: fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío) Goya representó vívidamente los dramáticos acontecimientos del 2 y el 3 de mayo de 1808, cuando los franceses respondieron a la resistencia de la población española con represalias y fusilamientos en masa. Pero en vez de celebrar el heroísmo de los insurrectos. Goya destaca la violencia del suceso y el terror de los condenados a muerte. En una serie de grabados realizados para él mismo, Goya exploró el pozo de su imaginación; los Desastres de la guerra (1810-1820) expresan su sentimiento de profunda repulsión por el horror, la brutalidad y la inutilidad del conflicto armado. Sus últimas obras, las llamadas “pinturas negras”, eran pinturas murales que compuso en su residencia (La Quinta del Sordo). En estas pinturas la interpretación en clave trágica y a menudo grotesca de temas religiosos y mitológicos deja al desnudo las fuerzas emotivas e instintivas. 

                             La carga de los mamelucos
El 3 de mayo de 1808: fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío

“Quien intente aclarar un poco la verdad de lo que fue Goya se hallará inmerso inmediatamente en una atmósfera mágica: su leyenda. Esta leyenda goyesca es uno de los hechos más curiosos de la mente colectiva contemporánea y merece que se le dedique alguna atención”. Así escribió a propósito de Goya, en un ensayo memorable, el filósofo español José Ortega y Gasset (1883-1955). Como muchos otros españoles, Ortega y Gasset declaraba haber “vivido intensamente” a Goya: es decir, haberse enfrentado con su pintura en un encuentro que definía como “eficaz, penetrante, inquietante”. ¿Cómo es posible –se pregunta-, que el hombre que puede pintar, por ejemplo, un cartón para tapiz titulado El ceramista, o bien una tela como El quitasol, en el que, como escribía Ortega y Gasset, “se sueña con el mejor de los mundos posibles”, sea el mismo hombre que asesinó las paredes de su propia casa recubriéndolas con los terribles garabatos de las llamadas “pinturas negras”? La hipótesis de Ortega y Gasset al responder a este interrogante es que el contacto más bien tardío del pintor –a unos cuarenta años de edad- con un estilo de vida más refinado habría producido en él efectos contraproducentes. En pocas palabras, su persona se había “disociado” como en dos almas, y esta dualidad no le abandonaría ya jamás: Goya habría, en resumen, convivido con el alma popular cercana a sus orígenes, a su formación y a su juventud, y con una presencia confusa de la que Ortega y Gasset llamaba “normas subliminales, etéreas”. En otras palabras, el mundo de la cultura y el de la tradición. La sordera que atacó al pintor en 1792 habría después exacerbado este estado de ánimo conflictivo casi hasta los límites de la patología, aprisionándolo en una atormentada soledad.


Saturno devorando a su hijo
Goya

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