Activo en la corte de
España, Francisco de Goya era el más
cotizado de los retratistas de Madrid. Una grave enfermedad (1792), los
contactos con los círculos liberales y la invasión francesa (1808) causaron en
él un cambio radical tanto a nivel estilístico como en el modo de concebir el
papel del artista. En dos notabilísimas pinturas (La
carga de los mamelucos y El 3 de mayo de 1808: fusilamientos en la
montaña del Príncipe Pío) Goya representó vívidamente los dramáticos
acontecimientos del 2 y el 3 de mayo de 1808, cuando los franceses respondieron
a la resistencia de la población española con represalias y fusilamientos en
masa. Pero en vez de celebrar el heroísmo de los insurrectos. Goya destaca la
violencia del suceso y el terror de los condenados a muerte. En una serie de
grabados realizados para él mismo, Goya exploró el pozo de su imaginación; los Desastres
de la guerra (1810-1820) expresan su sentimiento de profunda repulsión por
el horror, la brutalidad y la inutilidad del conflicto armado. Sus últimas
obras, las llamadas “pinturas negras”, eran pinturas murales que compuso en su
residencia (La Quinta del Sordo). En estas pinturas la interpretación en clave
trágica y a menudo grotesca de temas religiosos y mitológicos deja al desnudo
las fuerzas emotivas e instintivas.
“Quien intente aclarar un poco la
verdad de lo que fue Goya se hallará inmerso inmediatamente en una atmósfera
mágica: su leyenda. Esta leyenda goyesca es uno de los hechos más curiosos de
la mente colectiva contemporánea y merece que se le dedique alguna atención”.
Así escribió a propósito de Goya, en un ensayo memorable, el filósofo español José
Ortega y Gasset (1883-1955). Como muchos otros españoles, Ortega y Gasset
declaraba haber “vivido intensamente” a Goya: es decir, haberse enfrentado con
su pintura en un encuentro que definía como “eficaz, penetrante, inquietante”.
¿Cómo es posible –se pregunta-, que el hombre que puede pintar, por ejemplo, un
cartón para tapiz titulado El ceramista, o bien una tela como El
quitasol, en el que, como escribía Ortega y Gasset, “se sueña con el mejor
de los mundos posibles”, sea el mismo hombre que asesinó las paredes de su
propia casa recubriéndolas con los terribles garabatos de las llamadas
“pinturas negras”? La hipótesis de Ortega y Gasset al responder a este
interrogante es que el contacto más bien tardío del pintor –a unos cuarenta
años de edad- con un estilo de vida más refinado habría producido en él efectos
contraproducentes. En pocas palabras, su persona se había “disociado” como en
dos almas, y esta dualidad no le abandonaría ya jamás: Goya habría, en resumen,
convivido con el alma popular cercana a sus orígenes, a su formación y a su
juventud, y con una presencia confusa de la que Ortega y Gasset llamaba “normas
subliminales, etéreas”. En otras palabras, el mundo de la cultura y el de la
tradición. La sordera que atacó al pintor en 1792 habría después exacerbado
este estado de ánimo conflictivo casi hasta los límites de la patología,
aprisionándolo en una atormentada soledad.
Saturno devorando a su hijo
Goya
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